miércoles, 9 de enero de 2013

El príncipe que se convirtió en rana* - Manuela Bodas Puente




EL PRINCIPE QUE SE CONVIRTIÓ EN RANA
           
Por el otro lado de la ventana del autobús, el mundo se movía y giraba sin sospechar que en su pecho crecía un anfibio libertador. Tenía que ser anfibio porque se estaba formando dentro de las lágrimas que cada noche, Ernesto derramaba, escondido por el manto de la oscuridad.
            Cada noche, una cisterna tan grande como la del camión que conducía su padre, se vaciaba por sus ojos. Se sonrió con aquella comparación. “Que bruto soy” pensó, Aquel resquicio de humor, le hizo vislumbrar un rayo de esperanza.
            Pero volvió a temblarle la mano izquierda, con el tic adquirido y adherido al miedo. El autobús, se acercaba al colegio. Comenzaba el caos. Volvía el terror a implantar la rigidez en sus mandíbulas. Los ojos amenazaban con salirse de sus órbitas. Pero no logró ver al dinosaurio que cada mañana le plantaba su pataza en lo más profundo del corazón. Aún no habría llegado, ojala. Aunque no había que bajar la guardia, seguramente estaría esperándole en el sitio de siempre. Sus pasos se hicieron muy pesados, era lógico. Nadie se apresura para recibir un golpe o sentir la lluvia ácida de los insultos y la humillación.
            Pasó por el rincón donde solía ponerle la zancadilla aquel ser vil que se había convertido en su pesadilla. Hoy no estaba allí. Respiró hondo, descargando desde sus pulmones, todo el anhídrido podrido del miedo.
            Entró en el aula y observó el pupitre vacío de su predador. Definitivamente hoy no estaba allí. Su corazón se agitó dando saltos de alegría. “Quieto amigo, puede aparecer en cualquier momento”. Se dijo asimismo en un intento de no contentarse antes de tiempo. Sentó sus posaderas con cuidado, no tuviera alguna sorpresa de las que le solía ponerle aquel haragán en el pupitre. Hoy había dos sitios vacíos. Uno le producía calma. El otro tristeza. Una profunda tristeza porque era el escritorio de Adela. 
Ahora ya sentado y en relativa calma, observó abstraído el lugar donde Adela se sentaba, recordó la primera vez que su mirada, tropezó con aquellos dos carbones negros, que eran los ojos de aquella preciosa muchacha. Su timidez le hizo apartar la mirada, pero tuvo tiempo de observar una risa franca en aquellos ojos tan llenos de luz. Días más tarde, cuando el profesor de lengua, les puso una redacción como deberes para el día siguiente, todo cambió.
            -¿Has escrito tu solo la redacción? Demuestra mucha madurez y una gran calidad literaria. Además has bordado el espíritu de Antoine de Saint-Exupéry en esa joya de libro que es El Principito. –El profesor de literatura era un enamorado de su asignatura y estaba encantado al descubrir un alumno tan brillante.
            Pero un par de pupitres atrás, un dinosaurio ignorante, que había sido expulsado de su asteroide por chulo y pendenciero, hizo un comentario soez, emponzoñado de envidia, ya que él no sabía, ni tenía gracia para escribir una frase entera sin cometer algún grave desaire contra la ortografía y la sintaxis.
-¡Vaya, así que tenemos un principito en el aula!
El profesor le recriminó por la falta de respeto hacia su compañero y por la falta de conocimiento.
- Seguramente a ti, te ha sido imposible escribir la redacción, ya que no tienes la menor idea de que El Principito es una joya literaria y,  su contenido,  era el motivo de la redacción. Mas te valdría leer el libro, tiene poderes mágicos y todo el que lo lee, queda impregnado de su buena energía. Y desde luego a ti te hace bastante falta cargarte con buena energía, así podrías sentirte mas a gusto contigo mismo y dejarías en paz a las personas que solo se dedican a su trabajo tranquilamente. Seguramente que Ernesto aceptaría voluntariamente y con gusto, a abrirte ese mundo mágico de la lectura.
            El dinosaurio plegó sus patazas debajo de la silla y mugió algo para sí. Cuando terminó la clase, se acercó a Ernesto y con toda la rabia contenida durante la clase, le propino un puñetazo tal en la cara, que lo dejó k.o. y patas arriba en el suelo, mientras se reía a carcajadas:
            - Si ese profetucho vuelve a dirigirse a mí en ese tono de mosquito aleloliterario por tu culpa, te juro por estas (se besó el índice y el pulgar) que del próximo puñetazo te salto alguna muela. Y al que se vaya de la lengua, le hago picadillo. ¡Ah, eso sí! Sois libres de que este mequetrefe os abra ese mundo mágico de niñatas y amariconados que no saben para qué sirven los puños.
            Mientras estaba en el suelo, sintiendo las puntas de las estrellas de todo el firmamento, incrustarse en su cráneo, percibió dos brasas negras, dando luz en aquel universo de dolor. Al notar el contacto de sus manos en la frente, agradeció al dinosaurio el golpe, gracias a él, ahora aquellas brasas estaban dedicándole una preciosa sonrisa:
            -No te preocupes, iré a por un poco de hielo, para aplacar el dolor. ¡Eres una mala bestia! ¿Lo sabías?
            -Oye mojigata engreída, cuidadín con lo que dices y haces, no te doy otro puñetazo a ti porque eres una frágil figurita de porcelana. Eso te libra, de lo contrario, ya estarías haciendo compañía en el suelo a este principito de sangre verde, porque visto ahí espatarrado, mas parece una rana que un príncipe.
            Poco podían suponer el infierno que les esperaba durante el curso. Pero la muchacha tuvo coraje para decirlo en casa y sus padres decidieron cambiarla de colegio. Aquello acabó de hundir a Ernesto. Él no podía decir nada en casa porque su familia, de origen muy humilde, no se podía permitir pagar un colegio. Tampoco podía ir con problemas a sus padres, que se dedicaban a trabajar como burros para poder sacar adelante a sus cuatro hijos. Ernesto se las había apañado desde muy pequeño el solo. Siempre fue un niño tímido y enclenque, físicamente hablando, pero desde que descubrió la magia de los libros, ya en primaria con los cuentos y los libros de lectura, se refugiaba en ellos para poder seguir en la rutina, sufriendo lo menos posible. Podía decirse que los libros para él, habían tenido entro otros, efectos medicinales. Cerca de casa se hallaba la biblioteca del barrio y era de los asiduos.
El bibliotecario le tenía mucho cariño porque además de gustarle mucho leer, trataba a los libros como lo que son,  objetos de extremado valor. Siempre que comenzaba ese rito casi sagrado de abrir un libro y comenzar a leer,.recordaba la máxima de aquel hombre: Los libros son la esencia de la vida, en ellos se guardan los secretos, las verdades, las emociones, las respuestas. En cada página, hay mil sonidos que nos demuestran la sabiduría de las cosas, de las plantas, de la naturaleza, de nosotros mismos. Los libros nos ayudan a transitar por este camino que es la vida, con mayor elasticidad en el cerebro y hacen crecer la  musculatura del cariño por medio del entendimiento adquirido en y por ellos.
            Después de aquel terrible incidente, cada día era un martirio entrar al aula, todos los días se le presentaba el dinosaurio pateando su dignidad. Unos días le propinaba varios empujones hasta que llegaba a su pupitre. Otros le insultaba con palabras soeces y humillantes. Ernesto se tenía que comer las lágrimas, que luego derramaba en la cama hasta que, rendido de tanto llorar, acababa durmiéndose empapado. El charco de su tristeza se iba haciendo más grande cada día.
Una noche, antes de dormirse, en uno de aquellos suspiros que le salían del alma, le pareció descifrar un sonido que no era de sollozo, desde sus pulmones y su garganta, salió un croac, croac, bastante claro. En aquella humedad lagrimal, su cuerpo estaba sufriendo una metamorfosis que le estaba empezando a gustar.
¡Si señor – se animó a si mismo- En este charco salado de lágrimas puedo vivir como un verdadero príncipe! ¡Si, eso es! Para no volver a sentir la pezuña acosadora de ese maldito dinosaurio en la escuela, este principito, se convertirá en rana. El charco ya lo tengo, ahora tengo que ensayar muy bien el idioma. Y comenzó:
-Croac, croac, croac. Tanto ensayó, que llegó a croar con extraordinaria similitud, parecía talmente una verdadera rana. Luego repitió y repitió el salto, el movimiento y el modo de hacer de la rana hasta conseguir dar saltos con total perfección. Compró unos guantes en los que dispuso unas almohadillas con silicona, estilo a las que llevan las ranas para adherirse a los árboles, así coordinaba mejor la intensidad de los saltos y la manera de mover su cuerpo para no caerse.
Solo faltaba el pequeño detalle de su tamaño. En la bodega de la casa donde vivía, usada como almacén por el farmacéutico del barrio, donde él bajaba desde hacía unos cuantos días para ensayar los saltos, encontró una caja deteriorada en la que se encontraba la receta para hacerse diminuto. Si seguía bien las instrucciones, todo podía salir. La magia de los sueños se hace realidad, si uno le pone mucha dosis de energía y bondad a la hora de llevarlos a cabo, y él estaba dispuesto a llegar hasta el final. Si conseguía hacerse diminuto, podría llegar a ser rana sin dificultad.
Ernesto se aplicó el conjuro con todo el rigor y la responsabilidad que requería aquella receta mágica.
Y… ¡Repámpanos y cantos de colibrí, ayer príncipe te vi!
       ¡Repámpanos y nieve has de oler, para que hoy rana te pueda ver!
       Tres pies de gato, cinco ciempiés y siete lagartos,
       jugando juntos  a convertirse en patos.
      Jugo de rosa, raíz de geranio, repite diez veces con fuerza y garra:
                 ¡Este príncipe será rana! ¡Este príncipe será rana! ¡Este príncipe será rana!
                  ¡Este príncipe será rana! ¡Este príncipe será rana! ¡Este príncipe será rana!
                 ¡Este príncipe será rana! ¡Este príncipe será rana! ¡Este príncipe será rana!
                                                             ¡Este príncipe será rana!
            Y… El príncipe se hizo rana, no quería seguir padeciendo aquel azote. Había sido principito de las letras de su colegio, pero cedió ante la tentación del anfibio que le venía creciendo hacía tiempo en el pecho. La vida entre los humanos le había dado humillación y tristeza. Nadie había comprendido el peso que encajonaba su pecho, ni la lumbre del odio que sobre él había descargado aquel ser tosco y burdo.
En su nueva vida como anfibio saltador se sintió bien acogido, tenía una familia que no era exigente, y enseguida hubo una congénere que le dedicó lindos movimientos de ojos y de piel para que se fijara en ella. Aquí al menos, era concebido como uno de tantos, no como un ser distinto al que envidiaban y le hacían la vida imposible.
CROAC, CROAC Y REQUETECROAC. Y con este croac tranquilo se despide el primer príncipe que quiso ser rana y estuvo feliz en la decisión.
Sin duda es un final de cuento muy peculiar y atrevido, pero a veces, la vida, nos muestra un lado distinto para darnos y dotarnos de felicidad. ¡Gracias amigos por haber compartido conmigo, estos minutos de magia! ¡Que la lectura os sea propicia y disfrutéis con esta sangre negra de las letras!                                                                                                        

F I N

*El príncipe que se convirtió en rana resultó finalista en el concurso Contra el acoso escolar organizado por la revista Barco de papel 
(c) María Manuela Bodas
Veguellina de Órbico
León
España




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