viernes, 11 de diciembre de 2015

La mudanza - Pedro Rafael Fonseca Tamayo*

                                      
Pedro Rafael Fonseca Tamayo



El hogar donde pasamos la infancia forma parte de nuestro ser para toda la vida. Cada rincón, objeto u olor vuelve a la memoria una y otra vez, dejándonos un dulce deseo de retornar en el tiempo y revivir esos momentos inolvidables, donde el universo cabe en una hoja de papel y la alegría es perpetua.

Con demasía amé yo, a mis diez años de edad, cada loseta, tabla o adorno de la casa. La sala, donde me deslicé cada vez que mi madre baldeaba, y me dejaba jugar con el chorro de agua de la manguera cual bombero, para luego acostarme sobre la deliciosa frialdad, lejos del calor y del intenso sol veraniego.
El comedor tenebroso, donde me obligaban a comer antes de irme a mataperrear, donde varias veces escondí tortillas, postas de carne y verduras no deseabas, y días después eran descubiertas en avanzado estado de putrefacción, repletas de gusanos, con un hedor insoportable. Comedor profético de tiempos futuros, cuando mi abuela me decía sonriendo “Mira que serás bobo” al verme preferir huevos fritos antes que carne.
¡Ah…y el baño con sus fragancias! ¡Cuántas historias! adoraba sentarme al inodoro y soñar que era un guerrero conquistando reinos minimizados en cada loseta de colores. Solía pasarme los ratos leyendo sobre el inodoro hasta que el grito de mi abuela me hacia apurarme ¡Cuánto miedo sentía al cerrar los ojos cuando me lavaban la cabeza! acudían a mi imaginación todos los monstruos de la historia, los segundos se volvían horas y casi siempre terminaba llorando hasta que veía la luz nuevamente y me tranquilizaba.  
La cocina olorosa era otro de mis lugares frecuentados a diario, por sus ollas y vajillas llenas de sorpresas, aunque odiaba y temía a las cucarachas voladoras, desde que una me picó el pito y se me hinchó como el globo de Matías Pérez.
Aun siento en mi boca el sabor de las raspas del congrí o de los dulces y escucho el sonido absorbente que hacia al chupar el tuétano de los huesos, ante la mirada triste de Pinky, la perrita de mi madre, quien me odiaba por ser su única competencia.
Después del almuerzo teníamos el hábito de dormir la siesta en los cuartos de camas endurecidas, bajo la vigilancia de escaparates abarrotados de cosas de diversas épocas y armados con los bastones del abuelo. Cada día me regañaban por mi afán de registrar las gavetas de las cómodas y armarios, en busca de fotografías, revistas y monedas antiguas.
¡Qué delicia los cuentos de la abuela antes de dormir, precedidos por las volteretas entre las sabanas! ¡Con qué sigilo me introducía entre ellos en las noches de tormenta! ¡Y con cuánta vergüenza sacaba en la mañana el colchón al sol cuando me orinaba dormido!
Pero mi sitio preferido era el librero. El amigo que abrió las puertas al conocimiento y a la imaginación, y por el que lloré mucho cuando un ciclón se llevo sus tesoros por el aire…! ¡Cuántos libros de aventura, ciencia-ficción e historia leí repetidas veces, olvidando el hambre y el tiempo! ¡Mezclando en mi mente la realidad y la fantasía!
Yo, verdaderamente, quería con pasión cada centímetro de aquella construcción, cada pedazo de tierra del patio donde tantas veces junto a mi abuelo cantamos la canción del azadón cuando plantábamos un nuevo árbol. Sin embargo, fue mi adorado abuelo quien convenció a todos para mudarnos a la gran ciudad, llena de posibilidades y opciones, según él.
La idea de dejar de ver el mar, el verde del campo y los animales me sumió en una gran tristeza, pero no había nada que hacer, todos poco a poco se acostumbraron a la idea del bullicio de los autos, tiendas y personas, así que yo también me hice la idea de respiraría aire contaminado el resto de mi vida.
La orden de que debíamos desprendernos de alguna pertenencia por culpa del poco espacio del camión me dejó sin palabras. Así, fueron vendidos los muebles de caoba, el refrigerador, las camas talladas y el juego de comedor, el cual le arrancó algunas lágrimas a mi bisabuela, pues había sido el regalo de bodas que le hizo un general mambí.
Mi madre y tías regalaron sus vestidos, platería, zapatos, discos de música y bultos de folletos sobre bordado. El barrio iba y venia, como hormigas locas, con las manos abarrotadas de recuerdos, y con caras de alegría agradecían los tesoros que llevaban.
A mi lo que más me dolió fue ver como se marchaban las grandes enciclopedias que servirían solamente para envolver las coladas de café que vendía la vecina, y lo que es peor, me obligaron a regalar la mayoría de los juguetes. ¡No hubo mayor tortura que entregar mi lancha rápida, los autos antiguos, los guerreros de plástico…mis más fieles compañeros de horas felices! Hubiera optado por quemarlos antes de verlos sucios y desmembrados, pero permanecí inmóvil.  
Fueron días tristes en los cuales me desvelaba por el llanto y el traqueteo continuo de las mujeres en la madrugada, hasta que un día el llanto se hizo mayor y a la mañana siguiente era el único que reía ante la noticia: la mudanza se deshizo. Ya no habría viaje a la gran ciudad. Nos quedarían, aunque ahora debíamos soportar los comentarios y las burlas del vecindario.
Mi abuelo se conformó con ir a leer el periódico al balance que fue suyo por más de treinta años y ahora se pudría mojándose en el portal del vecino.  Mi madre, abuela y tías se mordían la lengua hasta sacarse sangre cuando eran saludadas por las vecinas vestidas con sus ropas y joyas.  
Yo, día tras día, debía buscar un pomo de agua fría en nuestro ex-refrigerador que también estaba en posesión del vecino y soportar la amargura de ver mis juguetes desbaratados por doquier, sin tener ni un trompo para bailar. Nunca comprendí porque no nos devolvieron nada y mucho menos porqué se pelearon con nosotros.
Al cabo de unos meses, cuando ya me estaba acostumbrando a los juguetes de pomos, a los balances de cabilla y al agua de tinaja, el abuelo volvió a embullar a la familia para otra mudanza a la gran urbe. El gato, que era el único de los obsequios que retornó, lanzó un grito escalofriante y se subió en el caballete de la casa. Yo, por mi parte, decidí esconderme entre los gajos de la mata de aguacate, antes de ser obsequiado también al vecino, pues escuché bien clarito, cuando el abuelo les decía a todos que el carro para la mudanza era mucho más pequeño que el anterior.
(c) Pedro Rafael Fonseca Tamayo
Niquero
Granma
Cuba

 Pedro Rafael Fonseca Tamayo, es sociólogo, periodista y escritor. Escribe cuentos para adultos aunque sus mayores premios están en la literatura infantil. Ha sido finalista en varios concursos nacionales e internacionales. Tiene varios cuentos publicados en la editorial digital Letras con arte y un cuento de su autoría se publicará  en el libro "Cuentos Microscópicos", microrrelatos para niñ@s, que saldrá en el proximo año editado por la prestigiosa editorial española Verbum.

*El cuento La mudanza resultó finalista en el concurso de cuentos Revista Barco de papel 2015

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