viernes, 16 de abril de 2010

Después de la lluvia - Ruth Pérez Aguirre




Después de la lluvia


Antes de que la mamá de Carolina saliera a visitar a una amiga, pidió a su hijo mayor que dejara de escuchar música y saliera de su cuarto a cuidar de la hermana quien, en ese momento, parecía estar muy ocupada haciendo la tarea en la mesa del comedor. En cuanto Carolina la vio cerrar la puerta, hizo a un lado los libros y cuadernos, y soltó el lápiz para correr hacia la ventana a mirar lo que sucedía en el jardín. El hermano no se movió de su lugar sin preocuparse de nada más.

Comenzó a llover y la niña se entretuvo dibujando y borrando líneas, letras y números con los dedos, empañando el vidrio con el aliento. La lluvia arreció y fue cuando vio a Fito, su vecino y amigo de juegos, salir con toda tranquilidad llevando una pelota y una tabla de esquiar. Después de observar durante un rato qué tan divertido jugaba bajo la lluvia, Carolina olvidó la recomendación de no salir a jugar hasta que la mamá volviera; no quiso esperar más y decidió acompañarlo. Fue a su cuarto a buscar unas muñecas que hacía mucho no se bañaban, una cuerda para saltar, la pelota inflable y un pañuelo que ató a su cuello, para no resfriarse.

Si el hermano hubiera bajado el volumen a la música, habría escuchado las risas y gritos de algarabía de los dos niños, a cual más inquietos, que jugaban como si el sol estuviera brillando esa tarde. La travesura llevaba ya más de una hora cuando la señora volvió a casa y encuentra a la hija hecha una sopa, de tan mojada que estaba, y sin zapatos; pero eso sí, con sus tobilleras bien puestas. Jugaba a resbalarse en el pasto, sentada en la tabla de esquiar de Fito, que, contento, la empujaba a todo lo largo y ancho del jardín.

¡Fito, Carolina!, ¿qué están haciendo? Vayan cada uno a su casa antes de que pesquen un resfriado –dijo muy molesta mientras tomaba de la mano a su hija y la cubría con la sombrilla. Con paso rápido entraron a la casa.

--¡Carolina, mira cómo te has puesto! Ve a bañarte. Te dije que no jugaras afuera; ahora ya no podrás salir de tu cuarto por el resto del día.

Cuando salió del baño, su mamá la estaba esperando con una espumeante taza de chocolate caliente que le hizo recuperar el calor del cuerpo, pues estaba tan fría como cualquier rana de un estanque.

--Mhhh, gracias mamita, está delicioso –dijo antes de darle un beso para despedirse de ella.

Carolina aún tenía el bigote de chocolate, bien dibujado en el rostro, cuando siguió recordando muy divertida aquella travesura, y de cuánto la había disfrutado. Nunca le permitían salir a mojarse bajo la lluvia, en cambio los padres de Fito le dejaban hacer lo que se le ocurriera, así se tratara de empaparse con la manguera o quedarse a dormir en el jardín, en la casa de campaña del hermano, y comiendo galletas sin parar.

Recostada en la cama, tomó un libro de cuentos y lo leyó hasta que el sueño cerró sus ojos. A la mañana siguiente, la mamá fue a despertarla para ir a misa. Carolina se quedó un rato más, abrazada a la almohada; sin embargo sabía muy bien que no podía hacerse esperar, era una costumbre familiar. Al recordar el enojo de su mamá la tarde anterior, hizo que se levantara de un salto. Fue hasta la puerta para avisarle.

“¡Ya me levanté, mamita!”.

La niña quedó sorprendida al no escucharse decir eso. Lo intentó otra vez pero ahora gritando más fuerte:

¡“Ya me levantéééééé, mamitaaaaaa”!, pero las palabras no salieron de su garganta. Corrió hasta el espejo y, cuando estuvo enfrente, abrió la boca muy grande para ver si veía su voz, pero no vio nada. Movía la lengua de un lado a otro para ver dónde se había escondido; se jaló los labios cuanto pudo poniendo una cara horrible y… nada, al parecer la voz se había ido. Con la punta de la lengua se rascó el paladar haciendo como si fuera a llamar a las gallinas… pero sólo logró hacerse cosquillas porque tampoco funcionó. Fue al armario y buscó por todas partes, entre sus vestidos y zapatos. Ahí encontró algunas muñecas viejas que ya no usaba porque no tenían ropa, y les preguntó si habían visto a su voz.

--No hemos oído ni visto nada, Carolina, ¿no ves que todavía estamos durmiendo? –le respondieron con una voz adormilada y cerrando enseguida los ojos.

Entonces fue a buscar en los cajones de la cómoda, uno por uno, abriendo y cerrándolos varias veces, haciendo un desorden tal que con seguridad le merecería otro regaño… pero la voz tampoco estuvo ahí. Miró debajo de la cama donde todas las noches llega un ratoncito imaginario que la cuidaba, pero este, al verse descubierto por la niña, salió chillando con su peculiar iiiiii iiiiii y más iiiiii. Entonces la niña se dirigió a la caja de los juguetes a sacar cuanta cosa tocaran sus manos: ositos de peluche, muñecas, pelotas, vestiditos, perros y gatos de tela, marionetas, matatenas, casitas… y a todos preguntó lo mismo en el idioma que hablan los juguetes:

--¿Quién vio mi voz? –pero nadie en la caja sabía nada.

De pronto se acordó de Orol, el loro de la casa, y así en pijama y sin zapatos como estaba, bajó corriendo las escaleras hasta llegar al pasillo donde se encontraba la jaula.

--¡Orol, Orol!, seguro tú tienes mi voz, ¿verdad? –le dijo sin abrir la boca siquiera.

--No te-tengo nada tu-tuyo, Caro-Carolina, deja de mo-molestarme –contestó tapándose el pico con un ala.

--Sí, tú la tienes, por eso te escondes. A ver, si es verdad lo que dices, deja de temblar para que te revise el pico –dijo tratando de abrirlo, pero Orol daba aleteos a diestra y siniestra y las plumas volaban hacia los ojos de la niña.

Carolina no vio nada, sólo la pequeña lengua de loro que parecía una semilla. Sin saber que hacer fue a la cocina donde su papá, su mamá y el hermano platicaban animadamente. Trató de decir algo pero su voz no salió. Su familia se extrañó porque siendo más parlanchina que Orol, no la escucharon decir una sola palabra durante el desayuno.

Comió cuanto le sirvieron, y además lo que había sobrado, quería ver si de esa manera recobraba las energías para que la voz regresara de nuevo a su garganta. Cuando terminó, aún no pudo hablar. Desesperada, subió al cuarto y trajo un pequeño pizarrón y unos plumones para escribir:

“Mamá, papá, ermano no puedo ablar, no sé dónde está mi voz o qué le aya pasado, creo que se fue lejos de mí, tal ves para siempre”.

A todos les pareció divertida su ocurrencia. La mamá fue de inmediato a buscar una pomada que le frotó en el pecho. Entonces la niña escribió en el pizarrón: “¡guele espantoza!”. El hermano le trajo un abrigo y el papá fue por el jarabe para que lo tomara. La mamá aprovechó a decirle:

--Ay, Carolina, eso le pasa a las niñas desobedientes cuando no hacen caso y se mojan: tal vez tu voz decidió irse a la garganta de otra que sí cumpla con lo que se le pide. Si al rato no aparece, todos te ayudaremos a encontrarla.

Carolina estaba muy asustada, aún más porque le dijeron que tendría que tomar por varios días ese horrible jarabe que “save a ranas y zapos”, según escribió en el pizarrón.

Durante la misa no pudo cantar ni decir nada. Por la tarde, toda la familia fue al cine, pero la niña ni siquiera escuchó su propia risa.

“¡Estoy cansada de todo esto!” –dijo sin que nadie se enterara. “Nunca más volveré a mojarme sin permiso”.

También pensó en aquel jarabe de sabor tan feo que olía a gusanos y lombrices podridos, según dijo sacando la lengua con ganas de vomitar. Además se dio cuenta que era muy aburrido no poder hablar con nadie ni expresar lo que sentía.

…Pero a todo esto, ¿dónde se encontraba la voz?, ¿dónde la había perdido? Pues nada, la voz estaba en esos momentos durmiendo muy tranquila en la cama de Carolina; se había quedado bajo las sábanas, tapada hasta el cuello, y como era tan cristalina la niña no pudo verla cuando se levantó. La voz se sentía muy resfriada, le había hecho mal la mojada de la tarde anterior y de nada había servido que la niña trajera puestos el pañuelo y las tobilleras cuando se quitó los zapatos. Por lo tanto se quedó a reposar todo el domingo; quería estar lista el lunes y volver juntas a la escuela.

Al encontrarla, la alegría de Carolina fue tan grande que comprendió que debía cuidarla y respetarla. A partir de entonces disfrutaron de escuchar, con toda claridad, la alegre voz de la niña cuando reía y jugaba en el jardín.


(c) Ruth Pérez Aguirre


México


imagen: Alicia Carletti, Juego de cartas, (de la muestra ¿Quién lo soñó? en Galería Holz)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

comentá esta nota