jueves, 24 de marzo de 2011

cuento: El planeta azul - Marié Rojas




















Muy lejos de aquí está situado un mundo donde todas las criaturas solían ser azules. Azules eran no sólo el cielo y las aguas, sino las plantas, las mariposas, las aves, los elefantes, las jirafas, los gatos, los perros y los Índigos, que era como se llamaban las personas que lo poblaban.

Conocían los demás colores, y a veces los usaban en sus casas, en las portadas de sus libros, en sus adornos o en sus pinturas, pero no concebían un ser vivo que no fuera azul, porque era lo que habían visto desde el principio de los tiempos.

Pero sucedió que un día nació un niño de color rosa. Por lo demás era parecido a cualquier otro Índigo, incluso en la sonrisa, pero esto no lo notaron sus compañeros de escuela, ni sus maestros, ni sus vecinos o amigos del barrio, que siempre lo trataban como si fuera un ser inferior o diferente, por esa tontería del color.

Se les olvidaba pensar que cada uno de nosotros – y de ellos – es diferente al otro, porque no nos gustan los mismos libros, o los mismos juegos, o pensamos distinto: a algunos nos gusta bailar, a otros pintar, a otros ir al cine, a otros cantar, a otros coleccionar sellos, a otros mirar a las estrellas... Y esta diferencia, en cambio nadie la nota, ni aquí, ni allá.

El caso es que Rosado – así le pusieron sus padres, que no encontraron mejor modo de llamarlo, a pesar de que lo amaban mucho porque el amor de los padres es incondicional -, siempre se sintió discriminado por su color, y esto era muy triste, porque era un muchacho muy despierto e inteligente.

A pesar de que estudió botánica y se graduó con honores en la Universidad, no se le permitió trabajar como investigador sino como jardinero. No obstante, fue tan bueno en su profesión, tan original y creativo, que terminó trabajando de jardinero en el palacio real.

Todos los días miraba, mientras plantaba, podaba y regaba las lindas flores de los jardines reales, a la princesa Celeste pasearse por los laberintos de árboles que él construía con precisión, semejando islas, corceles, figuras mitológicas como grifos, dragones o esfinges, o gigantescas mariposas que al golpe del viento movían sus alas compuestas de hojas azules.

La princesa era muy bella y el jardinero la amaba en silencio, pero no se atrevía a confesarle sus sentimientos, porque sabía que por la diferencia de su color nunca sería aceptado. Ella no parecía notar mucho su color rosado, pues se sentaba y conversaba con él largo rato; hablaban no sólo de las flores y las plantas, sino de la inmensidad del Universo, de la amistad y de las maravillas aún por descubrir en mundos inexplorados.

Mas el muchacho, a pesar de que disfrutaba enormemente estos ratos junto a ella, sabía que de ser descubierta su amistad, le sería prohibido mirar siquiera a su amada...

Un día, una extraña epidemia comenzó a azotar a los niños y niñas del reino Índigo. Extrañas manchas de color rojo les salían en la piel, ardiéndoles y dándoles mucha picazón, si las rascaban, era peor, porque se convertían en ronchas... Así no se podía ir a la escuela, ni salir a pasear o a hacer visitas; peor aún, los padres no podían ir a trabajar porque tenían que quedarse en casa a cuidar a sus hijos enfermos.

Si la enfermedad seguía extendiéndose, el reino iría a la ruina, nadie asistía a las fábricas, a las oficinas o a los centros comerciales; hasta los parques estaban vacíos, ¿quién va a querer jugar con esas manchas tan molestas y piconas?

El rey ordenó a sus médicos, científicos y farmacéuticos que buscaran entre las medicinas existentes alguna que curara el mal de las manchitas rojas. Muchos de ellos se excusaron, porque tenían que cuidar que sus niños no se rascaran demasiado o se le infectaran las ronchas, pero los que quedaron disponibles tampoco pudieron hallar la solución.

El soberano de los Índigo lanzó entonces una proclama, anunciando que aquel que descubriera el remedio para la enfermedad que azotaba a los pequeños, se casaría con la princesa Celeste.

Pasaron tres días sin que nadie respondiera a su llamado, ya todos los niños del reino se rascaban sin cesar y estaban llenos de pequeñas ronchas rojas... ¡Y pensar que hasta no hace mucho sus padres despreciaban todo lo que no tuviera color azul!

Al amanecer del cuarto día tocó a las puertas de palacio el joven Rosado, pidiendo ser llevado inmediatamente ante el monarca: ¡había descubierto el remedio para las manchas rojas en una flor que crecía en todos los jardines! Un simple cocimiento con sus hojas y en 24 horas los niños estarían curados.

Mientras los heraldos reales cabalgaban por el reino anunciando la solución y los padres corrían a hacer cocimientos con aquellas flores, el rey de los Índigo enfrentaba un dilema: Hasta el momento había despreciado a Rosado por su color, había hecho que trabajara de jardinero a pesar de saber que era un excelente botánico, y ahora debía cumplir la promesa de casarlo con su hija... Por ironías del destino, el futuro del reino estaría en manos de alguien de piel distinta a la suya.

Consultó con su hija, y para su sorpresa, la princesa Celeste le dijo que había aprendido a amar al joven Rosado por la belleza de su alma, por su inteligencia y por sus buenos sentimientos, sin mirar jamás el color de su piel.

Rosado casi se desmaya de alegría al oír tal confesión, pero se aconsejó mejor y corrió a abrazar a su novia. De este modo, el rey no tuvo más remedio que aceptarlo como su yerno y anunció la boda para el día siguiente.

Al otro día, todos los niños del reino estaban en las puertas del palacio, pidiendo ver a Rosado, para agradecerle por su rápida curación. Los padres habían tenido que reincorporarse a sus puestos de trabajo, pero no paraban de enviar telegramas, cartas, tarjetas y flores para el salvador de sus hijos. De este modo la ceremonia estuvo plena de alegría, con muchos pequeños invitados correteando por los jardines.

uando Rosado y Celeste tuvieron un hijo, y vieron que era un precioso bebé de color violeta, lo abrazaron y dijeron que era el niño más lindo que puede imaginarse. El rey estuvo de acuerdo.

Al poco tiempo nació en una familia otro niño color de rosa, y luego una niña, y en otra nacieron gemelos, y pronto hubo muchos niños rosados en el planeta azul. Mas no tenía importancia, porque lo que los hacía especiales era la película preferida, el libro más leído, lo que habían soñado, si les gustaba jugar con pelotas o a los escondidos, coleccionar sellos, minerales, postales, monedas o flores...

De esto que les cuento hace mucho, mucho tiempo. Ahora en ese planeta lejano todos son de color violeta, aunque a veces todavía nace un bebé de tonos rosados o azules... Pero eso no sorprende a nadie.

(c) Marié Rojas


Cuba


Ilustración: Pilar Ribas

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